Al turismo, a nivel teórico al menos, le toca por momentos ahondar en lo vivencial, en lo humano; valores que paradójicamente, siempre han estado ahí. Y es que últimamente para dotar a la actividad turística de carácter o para que directamente alcance el éxito, nos hemos dado al acopio y cita de un arsenal de nuevos atributos sensoriales. Nos referimos menos a las características del alojamiento, de equipamientos o infraestructuras y en su lugar hacemos mención a un turismo cercano, emotivo, de sensaciones, de lo slow, de preparar experiencias integrales únicas y compartidas entre huéspedes y anfitriones etc.
Los destinos turísticos construyen su imagen mayoritariamente sobre la base de recursos turísticos tangibles, pero en realidad la percepción que un turista tiene de un destino también incluye una especie de “representación afectiva”. Algunos estudios afirman que para promocionar eficazmente un destino turístico no se deben enfatizar exclusivamente los recursos naturales, culturales o humanos del lugar, sino también las emociones o los sentimientos que puede evocar este lugar. Sólo de este modo, el destino podrá posicionarse sólidamente en el conjunto de lugares que considera el turista en su proceso de selección.[1]